Clodovaldo Hernández
No nos queda
bien eso de decir ahora que Santos es una rata. Primero porque es algo que la
mayoría de los revolucionarios siempre han sabido y al decirlo a estas alturas
y –con tanto énfasis dramático– queda uno como el cornudo o la cornuda que se
ha venido haciendo el loco o la loca con las andanzas de su pareja y, de buenas
a primeras, arma un zafarrancho.
Pero hay
algo peor que la ingenuidad y eso es el relativismo moral. Me explico: si
siempre hemos sabido que es una rata, pero mirábamos para otro lado por
conveniencia política y ahora, que nos hizo enfadar, se lo sacamos en cara,
damos la impresión de ser unos redomados farsantes. Aunque, claro, siempre le
podemos buscar la vuelta racional diciendo que en materia de relaciones
internacionales el que no es hipócrita se muere chiquito.
Mis
habituales compañeros de reflexiones revolucionarias me dicen que la persona
que nos hizo pensar que Santos era nuestro pana del alma fue nada menos que el
Presidente Hugo Chávez, quien –acotan– no era ni inocentón ni acomodaticio. Un
amigo, al que llaman “el profesor de Historia” (porque siempre maneja el
contexto del pasado reciente y remoto) me reta socarronamente: “Fue Chávez
quien nos convenció de que era su nuevo mejor amigo, ¿estaba equivocado?”. Es
una provocación del Profe, quien sabe que en ese punto (la presunta
infalibilidad del líder) languidece una buena parte de los debates endógenos,
sobre todo porque nadie quiere ofender la memoria del comandante supremo.
En honor a
la verdad, si en algo Chávez se equivocaba a menudo era precisamente escogiendo
a sus mejores amigos. Si usted tiene dudas, veamos únicamente (para no entrar
en larguísimas enumeraciones) lo que le pasó con el siniestro adulto mayor Luis
Miquilena. ¡Huy! Cuando este personaje era chavista, los opositores lo llamaban
el capo de todos los capos, pero en rigor terminó siendo el traidor de todos
los traidores. Por cierto, Chávez era tan rematadamente malo para escoger
amigos que, en los últimos meses de su vida, andaba en onda de perdonar al malvado
viejecito. Saque usted la cuenta.
Bueno, pero
decir que la sospechosa amistad de Santos fue un embarque que nos echó el
comandante sería incurrir en aquello de “culpe’Chave”, deporte que es mejor
dejarle al escualidismo rabioso. Más nos vale que miremos hacia el aquí y el
ahora y pensemos qué vamos a hacer de hoy en adelante con semejante amigazo.
¿Vamos a seguir siendo compinches o vamos a mandarlo al mismo sitio donde el
comandante mandó a Uribe?
Lo
importante es que la posición que asumamos sea coherente con lo que hemos dicho
antes; coherente con lo que hemos hecho; y coherente con lo que decimos que
somos. Es justo y necesario porque esto de hablar maravillas del distinguido
caballero un día, y pestes del muy desgraciado al siguiente, suena demasiado
loco. Incluso para gente como nosotros que –por herencia- no sabe escoger
amigos.
(clodoher@yahoo.com)
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