Los consejos comunales son espacios de construcción política del común.
No son, para decirlo con Foucault, sujetos de derecho. Ni siquiera son
un sujeto. Son, de nuevo, un espacio, en que el común denominador es el
chavismo, ese vigoroso sujeto de sujetos que comparte no sólo un origen
predominante de clase, sino la experiencia común de la politización.
El
chavismo está hecho, fundamentalmente, de hombres y mujeres de las
clases populares que padecieron, sintieron repulsa y se rebelaron contra
la democracia representativa. Si el padecimiento, el rechazo, la
indiferencia incluso, suponen en principio una actitud pasiva, la
decisión más o menos expresa de mantenerse al margen de la política, la
rebelión es un acontecimiento político de primer orden. Incluso antes de
reconocerse como tal, el chavismo se incorpora a la política en el acto
de rebelarse. Es inconcebible sin esta memoria colectiva, sin esta
noción común de la rebelión: en ella se hermanan y politizan estos
hombres y mujeres, y en ella tienen su bautizo de fuego.
La
incomprensión de las condiciones históricas de emergencia del chavismo
como sujeto político y ético conduce al desconocimiento de la naturaleza
de los espacios donde se desenvuelve. En otras palabras, si no se
comprende la singularidad del proceso de politización del chavismo y,
sobre todo, la cultura política que fue construyendo con el paso de los
años, es imposible reconocer la potencialidad de un espacio como el
consejo comunal.
Chávez
no promueve la creación de los consejos comunales para nivelar por
debajo, sino para incorporar a los de abajo, para garantizarles un
espacio, un lugar. No lo hace, como se ha pretendido, para domesticar al
chavismo, para moldearlo a imagen y semejanza de lo mismo, sino porque
lo reconoce como lo otro, como algo diferente, como un sujeto que apunta
en la dirección de la construcción de otra política. Chávez sabe
identificar en el chavismo un espíritu difícil de conformarse con formas
más tradicionales de participación política.
Estos
espacios de construcción política de los comunes son característicos de
todo proceso revolucionario. Es igualmente característica la tendencia a
controlarlos, tarea que casi siempre acometen las fuerzas más
conservadoras y burocratizadas dentro de las filas revolucionarias.
Tratándose de una constante histórica, tal circunstancia no tendría por
qué ser motivo de escándalo, lo que por supuesto no significa que
debamos resignarnos. Todo lo contrario, lo que corresponde es estar
siempre prevenidos.
No
hay forma más eficaz de controlar estos espacios que corromperlos,
desnaturalizarlos: intentar convertir al pueblo organizado en clientela,
a líderes populares en gestores que, imposibilitados de gestionar
exitosamente las soluciones de los problemas de la comunidad ante la
burocracia estatal, pierden toda legitimidad. Convertidos en escenarios
de disputa entre grupos por cargos o recursos, se produce la clausura de
estos espacios: el pueblo comienza a identificarlos como más de lo
mismo y, en el peor de los casos, se retira de ellos.
Pero
ninguno de los fenómenos anteriores, expresiones de la vieja cultura
política, puede inducirnos a desconocer la naturaleza del espacio: el
propósito para el que fue creado, el sujeto político para el que fue
concebido. La pervivencia de lo viejo no puede impedirnos distinguir su
radical novedad.
No
hay lugar en el mundo donde el pueblo organizado pueda hacer lo que hoy
hace a través de los consejos comunales. Sin la vitalidad que, contra
todo obstáculo, ostenta una significativa parte de ellos, sería
imposible el salto cualitativo que ha experimentado el movimiento
comunero, que hoy impulsa con extraordinario vigor el Consejo
Presidencial de Gobierno Comunal. En parte importante de nuestras
Comunas, a despecho de los más incrédulos, está planteado el desafío
mayúsculo de producir otra sociedad. Es nuestra manera de vivir lo que
está siendo puesto en cuestión en muchos de esos territorios. Y esa
audacia política es inconcebible sin una vitalidad de origen, que es lo
que encontramos en los consejos comunales.
La
indispensable vitalidad de los espacios de participación es un tópico
muy recurrido en la extensa bibliografía sobre las revoluciones
populares. Así, por ejemplo, y para citar un texto clásico, en "La
revolución rusa", escrito en 1918, Rosa Luxemburg cuestiona duramente la
decisión de los bolcheviques de disolver la Asamblea Constituyente de
noviembre de 1917: "el remedio que han hallado Trotsky y Lenin, la
eliminación de la democracia en general, es peor que la enfermedad que
ha de curar: porque obstruye la fuente viva de la que podrían emanar, y
sólo de ella, los correctivos de todas las insuficiencias inherentes a
las instituciones sociales. La vida política activa, enérgica y sin
trabas de las más amplias masas populares".
Diez
años después, Christian Rakovski escribe "Los peligros profesionales
del poder", en el que intenta desentrañar las razones del proceso
gradual de burocratización en la Unión Soviética: "La burocracia de los
soviets y del partido constituye un hecho de un orden nuevo. No se trata
de casos aislados, de fallos en la conducta de algún camarada, sino más
bien de una nueva categoría social a la que debería dedicarse todo un
tratado". Revisando la experiencia de la Revolución Francesa, da con una
de las causas del aletargamiento del proceso revolucionario: "la
eliminación gradual del principio electoral y su sustitución por el
principio de los nombramientos".
La
bibliografía, como ya hemos dicho, es muy extensa, y ella constituye
parte sustancial del acervo de la humanidad. No hay mejor forma de
preservarlo que disponer tiempo para su estudio, de manera de ser
capaces de corregir errores que, en su momento, también cometieron
pueblos tan dignos y aguerridos como el nuestro. Esa misma bibliografía
tiende a coincidir en el planteamiento de que la crisis terminal de las
revoluciones populares guarda relación directa con la clausura de los
espacios de participación popular y el ascenso de una casta burocrática
o, para decirlo como John William Cooke, con el predominio de un
"estilo" burocrático.
En
"Peronismo y revolución", el argentino Cooke afirma: "Lo burocrático es
un estilo en el ejercicio de las funciones o de la influencia.
Presupone, por lo pronto, operar con los mismos valores que el
adversario, es decir, con una visión reformista, superficial, antitética
de la revolucionaria... La burocracia es centrista, cultiva un
'realismo' que pasa por ser el colmo de lo pragmático... Entonces su
actividad está depurada de ese sentido de creación propio de la política
revolucionaria, de esa proyección hacia el futuro que se busca en cada
táctica, en cada hecho, en cada episodio, para que no se agote en sí
mismo. El burócrata quiere que caiga el régimen, pero también quiere
durar; espera que la transición se cumpla sin que él abandone el cargo o
posición. Se ve como el representante o, a veces, como el benefactor de
la masa, pero no como parte de ella; su política es una sucesión de
tácticas que él considera que sumadas aritméticamente y extendidas en lo
temporal configuran una estrategia".
En
Venezuela, preservar y estimular la vitalidad de los espacios de
participación popular en general, y de los consejos comunales en
particular, es condición de continuidad de la revolución bolivariana.
Para ello es indispensable neutralizar el influjo conservador,
burocratizante, presente en todo proceso de cambios revolucionarios.
Nuestro
partido está en lo obligación ética de construir una política clara en
materia de estímulo de los consejos comunales, que contemple la condena
sin miramientos de cualquier resquicio de clientelismo. La lucha contra
lo que en el documento "Líneas estratégicas de acción política"
se enuncia como "cultura política capitalista", debe pasar de lo
declarativo a los hechos concretos, expresarse en medidas
aleccionadoras. Esta "cultura política capitalista" debe ser señalada y
combatida desde el más alto nivel. Nuestro liderazgo debe erigirse como
un referente ético. En las bases, la crítica contra el clientelismo y
otros vicios es realmente despiadada. El pueblo chavista tiene plena
consciencia del problema. Una posición firme del liderazgo político
contra estos vicios tendría además un efecto moralizante.
De
igual forma, nuestro partido debe renunciar expresamente a la
pretensión de instrumentalizar los consejos comunales, de administrar el
espacio a conveniencia. Antes de controlarlo "a cualquier costo",
concebirlo como un espacio desde el que se construye hegemonía popular y
democrática. La administración mezquina de la fuerza sin precedentes
que Chávez construyó junto al pueblo, es lo contrario de la política
revolucionaria. Ésta habrá de ser, como diría algún camarada siguiendo
al mismo Chávez, "el arte de convencer" que logra imponerse sobre "la
costumbre de administrar". No hay política revolucionaria sin compresión
de cómo se construyó esa fuerza. Esa fuerza que hoy sostiene a la
revolución bolivariana, que le sirve de punto de apoyo, se construyó
escuchando al otro, al que piensa diferente, sumándolo, incorporándolo.
Una fuerza política incapaz de convencer pierde el derecho de llamarse
fuerza y entra así en fase de decadencia. La construcción de la
hegemonía del chavismo ha sido un ejercicio literalmente democrático,
popular, en el sentido de que ha significado no sólo la incorporación de
las mayorías, sino de diversidad de pensamientos y demandas. Esta
capacidad para la construcción hegemónica ha supuesto la derrota para la
vieja clase política, de la misma forma que dejar de cultivar "el arte
de convencer" puede significar nuestra ruina.
Estamos
a tiempo de comprometernos en una política militante orientada a
recuperar, allí donde sea necesario, y a defender, allí donde
corresponda, los consejos comunales como espacios donde impere, para
decirlo con Rosa Luxemburg "la vida política activa, enérgica y sin
trabas" del pueblo venezolano. Para ello, es fundamental reivindicar lo
que Rakovski identificaba como "principio electoral". Al 29 de agosto
del presente año, el 33,2% de los 43198 consejos comunales registrados
tenían sus vocerías vencidas. Nuestro partido tendría que promover, por
todas las razones aquí expuestas, y como una de sus tareas de primer
orden, la renovación de vocerías. Pero no basta con que todas estén
vigentes.
Nuestro
esfuerzo tendría que estar dirigido a convertir los consejos comunales
en verdaderas escuelas de gobierno, donde los comunes se ejerciten en la
práctica de gobierno, para que aprendan el arte de gobernar. "Ninguna
clase ha venido al mundo poseyendo el arte de gobernar. Este arte sólo
se adquiere por la experiencia, gracias a los errores cometidos, es
decir, extrayendo las lecciones de los errores que uno mismo comete",
escribía Rakovski. Aprender el arte de gobernar no para que el pueblo se
convierta eventualmente en funcionario, sino para ir construyendo otra
institucionalidad. El militante revolucionario en funciones, por su
parte, tendría que trabajar para reducir la brecha que separa a las
instituciones del pueblo, librando una lucha sin tregua contra el
"estilo" burocrático que señalara Cooke.
Los
consejos comunales no son ni mucho menos deben ser el único espacio de
la revolución bolivariana. Pero sí son el espacio político por
excelencia. Un espacio que "no puede ser apéndice del partido", como
alertara el comandante Chávez el 11 de junio de 2009. "¡Los consejos
comunales no pueden ser apéndices de las alcaldías! No pueden ser, no
deben ser, no se dejen. Los consejos comunales, las Comunas, no pueden
ser apéndices de gobernaciones, ni del Ministerio, ni del Ministerio de
Comunas, ni del Presidente Chávez ni de nadie. ¡Son del pueblo, son
creación de las masas, son de ustedes!".
Que así sea
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