Hoy no quiero escribir desde la trinchera política. Más bien quiero que
me embarguen las emociones; las voy a dejar pasar y echaré los cálculos a
un lado, porque allí donde quise siempre andar, la política no tiene
posibilidades. Eso me lo enseñó Chávez.
Además, en honor a la verdad, no sé si Maquiavelo tendrá razón y
terminaré exhausto permitiendo que los lobos y las zorras, la bestia y
el hombre, culminen como la poesía narrada por el Che, invocando a los
heraldos negros de César Vallejo… ¡Yo no sé!
Cumples 60 y te fuiste a los 59, me dice a hurtadillas mi compañera: “Lo
que sembraste trasciende al tiempo mismo”. Pero, irreverente, no quiero
hacer una reseña del Chávez político; a ese lo parió la madre
naturaleza. Más bien, me refiero al arañero de Sabaneta que sabía del
polvo en las alpargatas, del dolor que provoca el hambre, de ese Chávez
que veía fijo –como los hombres deben mirar–, porque es la única manera
de conocerles el alma buena o mala y, a fin de cuentas, siempre les
encontraba el lado bueno. Eso me lo enseñó Chávez… Por eso digo que lo
parió la madre naturaleza.
Me refiero a aquel Chávez que decía las cosas desde las vísceras; me
refiero a aquel Chávez que amaba, sonreía, sufría, lloraba, abrazaba;
aquél Chávez que nos enseñó que la frase “¡Te amo!” no era un acto
íntimo que nos ruborizara y, mucho menos, la muestra de debilidad que
nos consume. Me refiero a ese Chávez que soñaba con tantas cosas a la
vez, como si presintiera que debía soñarlas, ¡todas!, para dibujarlas en
nuestros corazones y, desde el vientre de esa madre naturaleza que lo
parió y se lo llevó, enojarse o alegrarse por lo que hacemos, pero
siempre con la esperanza de construir sus sueños… Eso me lo enseñó
Chávez, coño, pero ¡Qué falta nos haces, Comandante!
¿Qué Chávez equivocó alguna vez el camino? ¡Sí!, pero regresaba terco,
con más fuerza, a replantearse las posibilidades, estudioso, científico
y, sobre todo, humano. La madre naturaleza se lo exigía, los
polvorientos caminos de Sabaneta venían a su memoria y el estadista
sucumbía ante la gloria de sus recuerdos. El quepí era sustituido por el
sombrero de aquellos llaneros que atravesaron la frontera al lado de
Simón, acompañándole en sus cuitas de saberse antes de nada pueblo. Ni
confort, ni privilegio, solo un escritorio modesto repleto de libros
abiertos en números de páginas puntuales, con tesis filosóficas, poemas
y, acaso, la soledad de los solos que siempre los acompaña la razón
¡Dios! ¿Por qué es tan difícil lo bueno?
Chávez era el niño que se enternecía ante las caricias de la abuela. Y
veía a la ternura de Mamá Rosa en todas las abuelas que bendijeron su
voluntad de hierro. Chávez se erigía protector de sus hijos y sus nietos
hasta en el más terrible de los escenarios políticos. Y veía a sus
hijos en los rostros de los niños de la Patria; le dolía sus carencias,
amaba sus irreverencias. No había un ápice de trapacería panfletaria en
sus abrazos. Chávez amaba a la mujer venezolana, porque del vientre
sagrado, madre naturaleza, fue parido para respetarla; Chávez amaba la
Patria como si de una mujer se tratara: India, negra, blanca, mestiza,
pueblo amado hasta el sacrificio supremo de morir por ella… Eso me lo
enseñó Chávez, porque la Bandera, el Escudo y el Himno Nacional no son
meros símbolos para hacer retórica.
¿Qué es a fin de cuentas el sacrificio? Detrás del estadista, el hombre:
8 de diciembre de 2012 ¿Quién nos invitaba a culminar sus sueños? ¿El
estadista, el revolucionario o el hombre? Ese día, Chávez el hombre,
presentía que estaba cerca el regazo de Mama Rosa querida para hallar
consuelo en su amor de madre y contarle los desengaños entre los
mortales:
“Quizás algún día, mi vieja querida, dirija mis pasos hacia tu recinto.
Con los brazos en alto y con alborozo, coloque en tu tumba una gran
corona de verdes laureles. Sería mi victoria, sería tu victoria, y la de
tu pueblo y la de tu historia.
Y entonces, por la Madre Vieja volverán las aguas del río Boconó, como
en otros tiempos tus campos regó, y por sus riberas se oirá el canto
alegre de tu cristofué y el suave trinar de tus azulejos y la clara risa
de tu loro viejo.
Y entonces, en tu casa vieja tus blancas palomas el vuelo alzarán.
Y bajo el matapalo ladrará Guardián, y crecerá el almendro junto al naranja.
Y también el ciruelo junto al topochal y los mandarinos junto a tu piñal y enrojecerá
el semeruco junto a tu rosal y crecerá la paja bajo tu maizal.
Y entonces, la sonrisa alegre de tu rostro ausente, llenará de luces este llano caliente y un gran cabalgar saldrá de repente.
Y vendrán los federales con Zamora al frente, y el catire Páez con sus
mil valientes, las guerrillas de Maisanta con toda su gente. O quizá
nunca, mi vieja, llegue tanta dicha por este lugar.
Y entonces, solamente entonces, al fin de mi vida, yo vendría a
buscarte, Mamá Rosa mía, llegaría a la tumba y la regaría con sudor y
sangre, y hallaría consuelo en tu amor de madre y te contaría de mis
desengaños entre los mortales.
Entonces, abrirías tus brazos y me abrazarías cual tiempo de infante y
me arrullarías con tu tierno canto y me llevarías por otros lugares a
lanzar un grito que nunca se apague.”
Hoy cumples 60 años, Comandante. Uno más desde esos casi 59 cuando
emprendiste el vuelo que te rezó María Gabriela en la Casa de los Sueños
Azules. Si hemos aprendido o no de tu inigualable vida, eso lo sabremos
cuando asumamos que: llegar a tu tumba y regarla con sudor y sangre no
sea una consigna, sino una fe de vida, pues el mundo requiere de
valientes y no de esperar a que se cumplan doscientos años más para ver
parir a un solo valiente… Eso también me lo enseñaste, Comandante
¡Carajo, qué falta nos haces!
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