Venezuela, anatomía de una ofensiva golpista
Por Íñigo Errejón
La victoria de Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales del 14 de abril en Venezuela por poco más de 273.000 votos y 1,83 puntos de diferencia fue mucho más estrecha de lo esperado por propios y extraños, incluyendo a los electores que con independencia de sus preferencias declaraban en los sondeos sentirse seguros de su triunfo. El chavismo no sólo es la primera fuerza electoral, sino que sigue siendo la principal identidad política del país y más de la mitad de la población ha votado por un proyecto explícitamente socialista incluso en ausencia de su líder y catalizador y en un momento de dificultades económicas, pero lo cierto es que ha sufrido una muy importante merma en su apoyo con respecto a las elecciones presidenciales del 7 de octubre y las regionales del 14 de diciembre que no sólo se explica por el ligero aumento de la abstención, sino también por una fuga considerable hacia el candidato opositor. Sin duda, los resultados mostraron importantes cambios políticos y confrontaron al chavismo con la necesidad de un abierto y profundo ejercicio de autocrítica, que no obstante fue inmediatamente bloqueado por la ofensiva que desplegó la derecha desde esa misma noche. También en este caso, el análisis de los resultados será objeto de un próximo artículo.
El excandidato opositor Henrique Capriles tildó la misma noche del domingo a Maduro de “presidente ilegítimo”, desconoció los resultados, al Consejo Nacional Electoral y al sistema electoral venezolano pese a saber que está auditado permanentemente por todos los actores políticos y por misiones internacionales, y pese a saber que es el mismo con el que él ganó recientemente por dos puntos la gobernación del Estado Miranda, el que rigió las primarias opositoras de Febrero de 2011 y con el que la oposición derrotó al chavismo en el referéndum constitucional de 2007 por apenas unas decenas de miles de votos. Acto seguido, llamó a sus seguidores a la movilización contra el fraude, un viejo fantasma de la derecha venezolana, nunca demostrado pero que se convoca y obtiene eco internacional con facilidad, especialmente cuando gana por poco margen una opción permanentemente sospechosa que necesita victorias de dos dígitos para que le sean respetadas. El lunes 15 de abril, con secuelas que se extendieron por dos días más, el país vivió una ola de violencia contra partidarios de la fuerza política ganadora de las elecciones, contra instituciones públicas y misiones sociales y contra los miembros del Poder Electoral. Pese a que el oligopolio mediático español haya hablado de “incidentes” y “enfrentamientos” lo cierto es que las cifras no dejan lugar a dudas: El resultado al momento de escribir estas líneas es de 10 personas asesinadas, todas ellas simpatizantes o militantes chavistas con nombres y apellidos hechos públicos por la Defensoría del Pueblo y la Fiscalía General, 25 Centros de Diagnóstico Integral (ambulatorios que prestan atención médica universal y gratuita, a menudo con la colaboración de médicos cubanos) asaltados o quemados, tres sedes del Partido Socialista Unido de Venezuela incendiadas, numerosos ataques a edificios públicos, de misiones sociales o viviendas de dirigentes bolivarianos.
Es preciso entender políticamente esta oleada. Se trató de una ofensiva destinada a atemorizar, disgregar y paralizar a las bases populares del chavismo e instaurar en el país una situación de ingobernabilidad y desorden que abriese la puerta a una salida “negociada” que pasase por encima de la voluntad expresada en las urnas. Es en ese sentido que se puede hablar de una ofensiva con rasgos golpistas. La oposición, animada por su crecimiento electoral y espoleada tanto por los sectores que financiaron su campaña como por la derecha que hoy comanda sus filas, se lanzó a un movimiento desestabilizador cuyo objetivo no era conquistar el Estado pero sí abrir la cuestión del poder político más allá de las elecciones.
Interpretó, erróneamente, que tenía en frente a un Gobierno débil y con apoyo popular desorganizado y en retirada tras la muerte de Chávez, y que estaba ante una posibilidad abierta para infligir una derrota política severa que hiciese imposible la continuación del poder que ha conducido por 14 años el proceso de cambio en el país signado por el protagonismo de los sectores populares.
Sin embargo, esta ofensiva fracasó en sus objetivos principales. La prudencia en la gestión política de las protestas y la disciplina de los sectores populares más combativos evitaron tanto imágenes de represión como enfrentamientos generalizados con las bandas de la derecha que habrían alimentado y confirmado el relato de “un país partido en dos y necesitado de una solución intermedia”, que se impusiese a los resultados democráticos del 14 de abril y su atribución de legitimidad política para el nuevo Gobierno.
Al mismo tiempo, a la ofensiva golpista le fallaron dos ingredientes fundamentales: por una parte, las fuerzas armadas, pese a los llamados reiterados que recibieron desde la dirigencia opositora para hacer algún movimiento que forzase al Gobierno y a la institucionalidad, a transigir, se mantuvieron leales sin fisuras a la Constitución y la democracia, demostrando así que ya no son las mismas de las cuales salieron quienes participaron del Golpe de Estado que el 11 de abril de 2002 -en el que participó el entonces Alcalde de Baruta Henrique Capriles, asaltando una embajada, por lo que cumplió pena de prisión- impuso por menos de 72 horas al presidente de la Patronal Fedecámaras, hasta que los militares leales y el pueblo pobre restauraron a Hugo Chávez. Por otro lado, el escenario geopolítico regional se ha transformado gracias a la integración política latinoamericana, y deja poco espacio para maniobras que busquen aislar a un Gobierno democrático.
Como en el intento fallido de “golpe cívico-prefectural” de la derecha regionalista boliviana en septiembre de 2008, la intervención de UNASUR volvió a ser decisiva. La cumbre celebrada en Lima el 18 de abril específicamente para la cuestión selló un sólido apoyo de todos los gobiernos de la región, que terminó por precipitar el reconocimiento internacional de los que hasta entonces se habían movido en una ambigüedad más o menos calculada, incluyendo en primer lugar al Ejecutivo español. A estas horas, tan sólo el Departamento de Estado norteamericano se mantiene en la línea de no reconocimiento que la iniciativa opositora requería.
La oposición para entonces ya había leído que se estrechaba su horizonte y había comenzado a corregir su estrategia. El martes 17, tras la noche de violencia de los grupos de la derecha, Henrique Capriles desconvocó la marcha del día siguiente, a la que el Gobierno ya había prohibido llegar a la sede del Consejo Nacional Electoral en el centro de Caracas, muy cercana al Palacio de Miraflores. En los días posteriores acentuó su llamado a sus seguidores a la “disciplina”, reconociendo implícitamente de dónde provenían los ataques, y se concentró en la exigencia de un recuento de votos mientras sus medios de comunicación, ampliamente mayoritarios, invisibilizaban los asesinatos y los incendios, y se afanaban en construir evidencias de “enfrentamientos” que alimentasen el discurso de “un país dividido” y diluyesen la responsabilidad y el carácter eminentemente político de la intentona de desestabilización. Consciente de que la subida en apoyo electoral se había debido a su discurso moderado -“progresista”, como sus asesores le insistían, para tapar la militancia derechista del candidato y ajustarse al desplazamiento del eje de gravedad de la política venezolana hacia la izquierda- y sus guiños simbólicos al chavismo, la oposición trató de minimizar el desgaste político por la violencia desatada, que tuvo un considerable impacto emocional y simbólico en no pocos de sus nuevos votantes, tradicionalmente chavistas.
Por decirlo utilizando la metáfora militar de Antonio Gramsci, la dirigencia opositora se replegaba de su iniciativa de “guerra de movimientos” sobre el Estado venezolano, renunciaba a una victoria rápida y “por asalto”, y se preparaba para una “guerra de posiciones” a la ofensiva, confiando en poder acorralar al Gobierno, empañando su legitimidad de origen por medio de las denuncias sobre supuestas irregularidades y hostigando desde el primer día su legitimidad de ejercicio buscando capitalizar todo el descontento con los fallos de gestión. Para esta apuesta le es fundamental mantener abierta la polémica sobre el proceso electoral el mayor tiempo posible. La reclamación de un “recuento” no debe ser entendida aquí como un objetivo en sí mismo sino como un “medio” para sostener la presión internacional, la tensión política y una imagen de interinidad del Gobierno que le dificulte tomar decisiones. Por eso las quejas no se registraron en el Consejo Nacional Electoral hasta el miércoles -tras 48 horas de protestas y ataques-, y no incluyen una impugnación de los resultados ni solicitud de recuento, que se tendría que registrar en el Tribunal Supremo de Justicia. Por eso una vez que el CNE se pronunció a favor de una auditoría del 46 % de las mesas que complemente al 54 % ya realizado y establecido por ley, la respuesta opositora ha sido volver a elevar las peticiones.
Es claro que, en esa estrategia, la oposición trabaja con la vista puesta en el planteamiento -contemplado en la Constitución bolivariana- de un referéndum revocatorio a Nicolás Maduro en 2016, ecuador de su mandato. Hasta entonces, si consigue poner a Capriles a salvo del desgaste de la violencia desatada, tratará de construirlo como referente internacional que devuelva la confianza a sus grandes financiadores de que es posible derrotar democráticamente al chavismo, y como catalizador nacional de una nueva mayoría definida muy vagamente tan sólo en términos de rechazo.
Sin embargo una cosa es “amontonar” descontento o quejas, y otra muy diferente edificar con ellos un proyecto alternativo de país. La oposición está lejos de exhibir uno, por eso se mueve en el campo político definido por el chavismo tratando de parecer una garantía de “lo mismo pero mejor”, limitándose a señalar fallos y confiando en que eso le baste para articular una mayoría que una a quienes no quieren un cambio de modelo pero están insatisfechos con algunas situaciones cotidianas (inflación, eficacia en la prestación de servicios públicos, seguridad), con su suelo tradicional de la reacción ultraconservadora contra la revolución bolivariana y la centralidad plebeya en la política nacional. A estas dificultades hay que añadirle la de mantener la iniciativa política con una correlación institucional de fuerzas muy desfavorable y moviéndose dentro de la cultura política definida por el adversario.
Por su parte, el gobierno del “primer presidente chavista” y el proceso de cambio en general, tienen ante sí retos cruciales. El nuevo gabinete nombrado parece derivarse de esta misma lectura. El líder bolivariano demostró hasta qué punto la mística es un factor crucial de poder político. Hoy esa mística debe ser renovada con un nuevo impulso en el proceso revolucionario, con la participación popular más amplia, con un diálogo abierto y franco que vuelva a conectar con los sectores hoy alejados, teniendo en cuenta que éstos siguen, en lo fundamental, pensando y definiendo sus actitudes y prioridades políticas dentro la gramática, los valores y el campo simbólico, sedimentado ya por el chavismo como “sentido común de época”. La tarea es por tanto repolitizar y repolarizar el escenario, suscitar las pasiones y la energía política imprescindibles en los procesos marcados por el protagonismo de masas en el Estado. Esto sólo es posible con la audacia que el proceso venezolano ha demostrado en todos los momentos en los que a una situación de impasse o de acoso ha respondido con un salto adelante y una nueva generación de ilusión popular.
Al mismo tiempo, 14 años de transformación social y cultural, inclusión y redistribución, han elevado sustancialmente las expectativas y anhelos de los venezolanos tradicionalmente invisibles, lo cual es una buena noticia que paradójicamente aumenta las demandas o inputs que debe atender el Ejecutivo de Maduro, esta vez sin el pararrayos de la identificación afectiva con Chávez. Ese vacío deberá ser llenado con políticas públicas que, en paralelo a satisfacer las principales demandas sociales, apunten a profundizar la transformación social y estatal en un sentido socialista: es decir, hacia la democratización del poder, no sólo del político. Se trata de imitar, pero en sentido contrario, cómo el neoliberalismo operó en Estados Unidos y gran parte de Europa una auténtica revolución social conservadora relativamente irreversible -sabiendo que esto es siempre un imposible en política- ante los cambios electorales, fundante de un orden hegemónico, de un tipo de Estado y una cultura que resistían incluso a las victorias temporales de sus adversarios, por otro lado profundamente transformados para adaptarse al nuevo escenario.
Íñigo Errejón es Doctor e investigador en Ciencias Políticas
Universidad Complutense de Madrid. Miembro de la Fundación CEPS
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