lunes, 15 de septiembre de 2014

Como quien no quiere la cosa

Hago mercado todas las semanas y he vivido el proceso que generó las colas desde sus inicios. El 9 de octubre de 2012, lo recuerdo clarito, fui al mercado después de cuarenta días lejos de casa. Esa mañana tuve que esquivar a decenas de acomodadores que estaban remarcando los precios, a plena vista de todos. Yo le pregunté a uno de ellos y él, cuchillo-pa’-su-pescuezomente, me respondió que todo iba a subir. Yo, agarrada a mi carrito tuve un sustico en el alma: sentí que empezaba una guerra y temí que nadie se estuviera dando cuenta.
El alza de precios no era suficientemente caótica así que un buen día en el supermercado dejaron de colocar ciertos productos en los anaqueles. Tirados sobre sus paletas de carga, sobre un reguero de plástico, en cajas rasgadas, los potes de leche en polvo se asomaban. La gente, al verla exhibida en tan inquietante escenografía, tomaba cuatro potes en lugar del único pote que acostumbraba a llevar. A la leche se le unió el azúcar, a la que días más tarde se se unirían el arroz, el café y el aceite… Eso iba dando una sensación de crisis que no aún existía pero se estaba cocinando y no tardaba en llegar. 
Semanas más tarde otro apretón de tuercas. Entonces, antes de sacar el producto, anunciaban por los altavoces que dentro de media hora sacarían a la venta la leche, así que corran y hagan su cola y la gente hacía la cola, y la leche no salía en media sino hora y media más tarde. Yo vi con estos ojitos a algunos empleados del supermercado responder a las quejas de los clientes en cola que se fueran a quejar con Chávez, caldeando los ánimos de manera peligrosa. Solo cuando estaba a punto de correr la sangre, hacía su entrada triunfal la leche que era recibida por la multitud con vigorosos empujones.
Otro día vi a una paleta de la harina de maíz dar vueltas por el supermercado, como una carroza, antes de ser colocada en la salida donde la gente que desde los pasillos la había visto pasar, ya se había formado en una cola a pleno sol sin que nadie les hubiera dado indicaciones. Ocho kilos por persona era el premio a su domesticación.
Ayer los vi sacar varios productos de esos que uno no encuentra, sin fanfarrias ni colas y todos pudimos comprarlos tranquilamente. Ayer confirmé que todo esto que hemos vivido nos lo hicieron adrede.

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