martes, 30 de septiembre de 2014

Crónicas caóticas de supermercado

Carola Chávez
Hace unos días, en el supermercado, me encontré con que había una cola de treinta personas a pleno sol del mediodía margariteño
Hace unos días, en el supermercado, me encontré con que había una cola de treinta personas a pleno sol del mediodía margariteño. Adentro, a la sombra y con aire acondicionado, varias paletas de distintos productos esperaban ser repartidos en cámara lenta a los clientes en cola. La cantidad era sin dudas 20 veces más que el número de clientes que, dentro y fuera del establecimiento, pretendíamos hacer nuestras compras a esa hora, pero la gerencia ese día decidió inventar una cola, bueno, porque esas cosas las pueden hacer sin que nadie reclame. Y ¡ay si reclamas!…
Le pregunté al gerente por qué sometían a las personas a tan innecesaria situación y él, asombrado con mi osadía, me contestó que era porque “esa gente”, es decir, nosotros, sus clientes, ponía en riesgo la seguridad del personal. Y yo lo que veía era a las señoras y señores derretirse bajo el solazo, a escasos dos metros de un área enorme y techada que también tiene acceso al supermercado. -¿Por qué, en todo caso, no utilizó la parte techada? -insistí, a lo que contestó con ojos de rumiante: “¡Ah!, es que no pensamos en eso”.
Salí de allí con las manos vacías y mi dignidad intacta. Salí, y vi la cola mansa y sudorosa y me atreví a sugerirles que por lo menos exigieran que los pasaran a la sombra. Me miraron atónitos y un recalentado espetó que “este caos no se arregla con sombra sino con la salida de Maduro”. Hubo entonces un conato de alboroto pero no contra el abusador que los puso en el solerón sino contra mí, que osé pensar que eran víctimas de un trato indigno e injustificado.
El premio a la soleada mansedumbre: 4 frascos de cada cosa y 20 kilos de carne por persona, lo que me confirmaba que había de sobra para todos pero, ese día, el supermercado decidió jugar a “este país se cae a pedazos”.
De ahí directo al Sundde y ellos directo al supermercado. Volví ayer y ¡zuaz! los mismos productos sin cola, sin sol, esta vez en los anaqueles. Lo tragicómico es que una señora, viendo que yo llevaba aceite, me preguntó dónde lo había conseguido. Le dije que estaba en su sitio, pasillo cinco junto al vinagre, y me miró como si le hubiese dicho que el aceite estaba en Plutón. Enfurruñada, sin dar las gracias, se fue, a-mí-no-me-vacilasmente, a preguntarle a alguien serio que le dijera otra vez dónde estaba el aceite.

jueves, 25 de septiembre de 2014

1889

Uno tiene la cándida tendencia de ver a los muchachos como muchachotes. Los ves ahí con esas caras de que se van a comer el mundo, y esa torpeza de creer que ya lo saben todo. Los imaginas entonces riéndose a carcajadas, chalequeando a los amigos, enamorándose del amor de sus vidas una y otra y otra vez, y todos esos despechos. Los sabes traspasando límites, rompiendo reglas, porque eso hacen los jóvenes. Todos estuvimos ahí. Entonces ves a Lorent Gomez Saleh, dando saltitos en su silla, son una sonrisa de niño en navidad, describiendo eventos espantosos que él mismo planea ejecutar y en el corazón sientes cómo te arrancan de cuajo la candidez.
Volar discotecas, “fuego, fuego, fuego” -decía- como si las discotecas fueran cajas de zapatos vacías, como si no fueran lugares llenos de muchachos, de hijos, de nietos, hermanos, sobrinos, amigos… Queridos muchachos que terminarían destrozados, desparramados en un mar de sangre y todo ese dolor ahogándonos a todos, y todo ese llanto a cambio de una sonrisa de Lorent.
C4, granadas, armas de guerra, sangre, sangre, “fuego, fuego, fuego” , “todo pro”… y Lorent dando brinquitos emocionado, recibiendo en su espalda palmaditas del Amo de la motosierra, su amo.
Viendo la sonrisa siniestra de Lorent trato de imaginarlo de niño y con dolor me pregunto: qué cosa marchitó en su corazón, qué mano lo llevó a caer a tan inmundas manos. Si Lorent fuera un niño… pero es un hombre, joven, sí, pero hecho y derecho -perdón- torcido, que sabía lo que hacía y al que vimos salivar planificando la muerte de nuestros hijos, los suyos, amiga opositora, los míos, los de cualquiera… A Lorent no le importa, él solo quería “fuego, fuego, fuego”…
Sus mentores, Salas Rommer, María Corina Machado, Leopoldo López, Antonio Ledezma, esos que ven con asco a los “negritos de El Trigal” como Lorent, como Vilca Fernández, Gabi Arellano, como cualquiera de esos ambiciosos “niches pendejos” que se dejan embaucar y bailan al son que les toquen, por macabro que sea. Sus mentores ahora no saben no responden, limpian rastros indelebles, los más cínicos le exigen respuestas para el país, mientras la sonrisa de Lorent se borra en una celda. Y afuera, sola, con sus sueños rotos, torcidos sueños a costa de los nuestros, su madre recibe un crudo bofetón de realidad.

lunes, 15 de septiembre de 2014

La vida oscura de Clara: Vigilada‏

Clara, la de la vida oscura, sale del gimnasio. La clase de yoga no logró desanudar sus pobres músculos, que llevan quince años engarrotados por culpa del castrochavismo. Cargando su bolso de gym y su cartera se dirige al supermercado para hacer sus compras, como cada semana.
Allí le saluda un simpático cartelito en la puerta que la insta a sonreír porque la están filmando. Ni así Clara sonríe… apenas pone un pié dentro del local, un vigilante la avisa que, para poder entrar a comprar, debe dejar ese bolso grande en el mostrador de atención al cliente, que ahí se lo guardamos, atentamente, hasta que termine de hacer su compra, señora.
En la caja, a la hora de pagar, le piden su número de cédula para verificar su afiliación a tan prestigiosa cadena de expendio de comida. La cajera teclea el número, hace clic y le da la bienvenida llamándola por su nombre, según lee en la pantalla de la computadora, justo arriba de su dirección, teléfono y otro montón de datos que Clara les proporcionó voluntariamente cuando solicitó una afiliación de cliente que le ofrece, como  única ventaja, no tener que repetir sus datos cada vez que va a comprar. 
Clara paga con su tarjeta de débito y la cajera le indica que debe colocar su cédula y teléfono en el comprobante de compra, así, como por si acaso. Automáticamente, Clara garrapatea los datos requeridos, espera su factura, agarra su compra, recoge su bolso en el mostrador donde se lo guardaron atentamente y se dirige a la puerta donde tiene que hacer otra cola para que un vigilante, que al parecer tiene rayos X en los ojos, escanee su carrito con una mirada punzo penetrante y verifique que lo que lleva concuerda con lo que dice la factura, solo entonces le sellará el permiso de salida. 
“Me puede abrir el bolso, Señora.” -Le dice el vigilante con cara Sherlock Holmes y Clara, sin el más mínimo asomo de rebelión, abre de par en par el mismo bolso que no le dejaron entrar al mercado, para que el vigilante compruebe que solo lleva un tapete de yoga, maquillaje, una toalla sanitaria, ropa interior de repuesto… sus cosas más personales, pues. Sellada, Clara se va a casa.
Esa noche, Clara, la de la vida oscura, cacerolea contra la captahuellas, porque es el colmo que este gobierno te quiera controlar hasta cuando haces mercado. ¡No es no!

Como quien no quiere la cosa

Hago mercado todas las semanas y he vivido el proceso que generó las colas desde sus inicios. El 9 de octubre de 2012, lo recuerdo clarito, fui al mercado después de cuarenta días lejos de casa. Esa mañana tuve que esquivar a decenas de acomodadores que estaban remarcando los precios, a plena vista de todos. Yo le pregunté a uno de ellos y él, cuchillo-pa’-su-pescuezomente, me respondió que todo iba a subir. Yo, agarrada a mi carrito tuve un sustico en el alma: sentí que empezaba una guerra y temí que nadie se estuviera dando cuenta.
El alza de precios no era suficientemente caótica así que un buen día en el supermercado dejaron de colocar ciertos productos en los anaqueles. Tirados sobre sus paletas de carga, sobre un reguero de plástico, en cajas rasgadas, los potes de leche en polvo se asomaban. La gente, al verla exhibida en tan inquietante escenografía, tomaba cuatro potes en lugar del único pote que acostumbraba a llevar. A la leche se le unió el azúcar, a la que días más tarde se se unirían el arroz, el café y el aceite… Eso iba dando una sensación de crisis que no aún existía pero se estaba cocinando y no tardaba en llegar. 
Semanas más tarde otro apretón de tuercas. Entonces, antes de sacar el producto, anunciaban por los altavoces que dentro de media hora sacarían a la venta la leche, así que corran y hagan su cola y la gente hacía la cola, y la leche no salía en media sino hora y media más tarde. Yo vi con estos ojitos a algunos empleados del supermercado responder a las quejas de los clientes en cola que se fueran a quejar con Chávez, caldeando los ánimos de manera peligrosa. Solo cuando estaba a punto de correr la sangre, hacía su entrada triunfal la leche que era recibida por la multitud con vigorosos empujones.
Otro día vi a una paleta de la harina de maíz dar vueltas por el supermercado, como una carroza, antes de ser colocada en la salida donde la gente que desde los pasillos la había visto pasar, ya se había formado en una cola a pleno sol sin que nadie les hubiera dado indicaciones. Ocho kilos por persona era el premio a su domesticación.
Ayer los vi sacar varios productos de esos que uno no encuentra, sin fanfarrias ni colas y todos pudimos comprarlos tranquilamente. Ayer confirmé que todo esto que hemos vivido nos lo hicieron adrede.

Vuelta a la jaula

Ella no le veía la gracia. Poco le importaba el silabario que le decía que “Tito toca la tuba”. Los números le fascinaban hasta que se los encerraron en un cuaderno cuadriculado, entonces se convirtieron en bostezos. Su salón era una jaula de cuatro paredes y una ventana con vistas al mundo, y el mundo atrapado en un pizarrón…
Sentada junto a la ventana, cada día veía a un pajarito que, según ella, venía a saludarla. Pintaba a sus amigos en una libreta y pintando descubrió la posibilidad de volar. El mundo fuera de su jaula creció en su cuaderno de dibujo donde ella pintaba mientras el cole pasaba. ¿Qué es lo que más te gusta del cole? -Le pregunté- Y respondió sin dudarlo “Cuando me vienes a buscar”. Apenas tenía tres años.
En la paz de sus dibujos todo se fue colando, a sus tiempos, a veces apresurados y otras con toda la calma del mundo, porque ella siempre supo preservarse de las exigencias ajenas. Observaba y observaba y ¡ay mi madre cuando preguntaba! De repente todo tenía sentido. Así entendió tantas cosas. En el jardín resolvió todas las artes y las ciencias, incluso la alquimia. Un ciempiés le bastaba para saltar de la zoología a la botánica y de ahí a la geografía, y uno, dos tres cuatro, matemáticas, esas formas en su cuerpo, geometría y tantos pies para un solo bichito, física, y huele mal cuando lo agarro, química, siempre cantando canciones con cien patas… luego al cole al tedio de la caligrafía, tablas y el encierro.
En su cuaderno de dibujo ella recrea al mundo procurando con sus trazos historias con finales felices, posibles. Mi niña grande aprende, dibuja y me enseña. Mi niña maestra con ojos asombrados, valientes, decididos a mirar por si mismos.
Luego su hermana, mi niña de la selva, la que no calzó zapatos hasta su primer día de cole, cuatro años de piececitos libres. La niña cachorro que creció entre enormes perros peludos. Ahí va para tercer grado con su letra grandota, con su “a” rebelde que desafía la uniformidad de la caligrafía, y con los veintitantos cortos de animación que ella misma hizo en mi computadora. Con sus dinosaurios de nombres impronunciables anotados en su libretica. Con sus chistes brillantes y la misma lucidez de su hermana grande que va para cuarto año lisita, con su cuaderno de dibujo a su asiento junto a la ventana.