No
puedo respirar, fueron las últimas palabras de Eric Garner que murió
estrangulado por un policía de Nueva York. Su delito merecedor de la
pena de muerte, así, en plena calle, arrebatados a sus derechos más
elementales: vender cigarrillos ilegales, es decir que ese señor,
sospechosamente negro, compraba una cajetilla de cigarros, la abría, y
vendía su contenido a cualquier fumador que lo quisiera comprar, cosa
peligrosísima que ponía en riesgo la vida de los ciudadanos de la Gran
Manzana, porque todos sabemos que el cigarro hace daño. Eric Garner ya
no está y los neoyorquinos pueden volver a caminar seguros por sus
calles libres de humo.
Tamir
Rice no pudo decir nada antes de morir. Jugaba en una plaza de
Cleveland a lo que la sociedad le enseñó a jugar: vestido como un
“gangsta” de esos que salen en MTV, con una pistola de juguete disparaba
como sus héroes de la tele y los video juegos. Un niño de doce años en
una plaza, una una llamada al 911, una patrulla que irrumpe al mejor
estilo de Hollywood, ni una palabra, ni una advertencia, solo los
disparos de un policía que jugaba irresponsablemente a ser héroe de la
tele pero con una placa y una pistola de verdad.
Dias
antes, el joven Michael Brown murió abatido por la policía en Ferguson.
Fue entonces la gota que rebasó el vaso y que sigue goteando
impunemente, manos blancas de “la ley” arrebatando vidas negras,
encubiertas por un manto de silencio que ya no puede contener los
gritos.
En
las calles de Nueva York miles claman justicia mientras se enciende un
opulento árbol de navidad en el Rockefeller Center y los príncipes de
Gales visitan la ciudad. Así, entre el cadáver de un pino enorme y los
trajes de la princesa, los medios abrazan el disimulo.
En
Washington, el Senado descubre lo que todos sabíamos: La CIA tortura
gente en centros de detención clandestinos. Con ensayados gestos de
repudio, los senadores relatan los procedimientos relatables y añaden
compungidos, que las esmeradas torturas no sirvieron para nada. No habrá
consecuencias, concluyen.
El
mismo día, ese mismo Senado, cínicamente mira al Sur -sus ojos evitando
tantas fosas comunes que “ya me cansé”- y condena a Venezuela por
violación de los derechos humanos. El mundo, asfixiado por la policía
del mundo, los mira, nos mira y dice: What the fuck?
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