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Habíamos
visto los videos, sabíamos lo que tramaban, los llamaban “muñecos”,
objetivos sin nombres ni caras hasta el miércoles pasado. Robert Serra
fue asesinado junto a María, su pareja. “Fue una macabra encomienda”,
explicó el ministro Rodriguez Torres mientras los videos de Lorent Gómez
me golpeaban el alma. Lorent, pequeña bisagra, insignificante bisagra
de un plan que pretende una Venezuela bañada en sangre.
El
miércoles en la noche, mientras asesinaban a Robert y a María, algunos
esperaban noticias del hecho, algunos que sabían, algunos que habían
pagado para que esos dos muchachos murieran, para que se nos partiera el
corazón y de él brotara la rabia, otra vez la rabia que quieren
desbordada y que la conciencia del pueblo represa.
El
jueves en la mañana, las redes sociales supuraban odio y burla y uno se
preguntaba qué clase de gente es esa sin rostro, sin nombre que es
capaz de escupir tan miserables miserias. Miserias sospechosamente
uniformes, repetitivas que podrían tomarse como un consenso general, o
tal vez, y perdonen la suspicacia, como parte de un plan de unos pocos
miserables, esos mismos pocos que necesitan nuestra rabia y que por ella
mataron a Robert y a María.
La
vida real queda en la calle y ahí respiré otra cosa. Amigos, vecinos,
gente que uno se encuentra en el mercado, en la panadería, expresaban su
angustia, su rechazo por la muerte de dos muchachos. No había burla, ni
odio, tal vez había miedo, dudas, pero no había miserias. Entonces vi a
otra oposición: gente normal y corriente, con sus prejuicios sí, con su
visión distinta a la mía, pero angustiadas por lo que plantea la
violencia política que nos sacudió esa mañana.
Los
mismos que han sido arrastrados a mil aventuras suicidas, ahora sin su
dosis televisada de odio, tal vez desintoxicados, víctimas de la
violencia guarimbera que al principio apoyaron solo para que ésta
terminara arrollándolos, huérfanos de un liderazgo cuerdo que los
represente, que sea antichavista, sí, capitalista, también, que crea que
nuestro norte es el Norte, no importa, porque eso creen ellos, pero que
como ellos, estén lejos de pretender importar la violencia política al
país donde vivimos, donde crecen nuestros hijos, donde, con un “nunca
más”, quedarán sembrados nuestros otros hijos: Robert y María.
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