Hace unos días, en el supermercado, me encontré con que había una cola de treinta personas a pleno sol del mediodía margariteño
Hace unos días, en el supermercado, me encontré con que había una cola de treinta personas a pleno sol del mediodía margariteño. Adentro, a la sombra y con aire acondicionado, varias paletas de distintos productos esperaban ser repartidos en cámara lenta a los clientes en cola. La cantidad era sin dudas 20 veces más que el número de clientes que, dentro y fuera del establecimiento, pretendíamos hacer nuestras compras a esa hora, pero la gerencia ese día decidió inventar una cola, bueno, porque esas cosas las pueden hacer sin que nadie reclame. Y ¡ay si reclamas!…
Le pregunté al gerente por qué sometían a las personas a tan innecesaria situación y él, asombrado con mi osadía, me contestó que era porque “esa gente”, es decir, nosotros, sus clientes, ponía en riesgo la seguridad del personal. Y yo lo que veía era a las señoras y señores derretirse bajo el solazo, a escasos dos metros de un área enorme y techada que también tiene acceso al supermercado. -¿Por qué, en todo caso, no utilizó la parte techada? -insistí, a lo que contestó con ojos de rumiante: “¡Ah!, es que no pensamos en eso”.
Salí de allí con las manos vacías y mi dignidad intacta. Salí, y vi la cola mansa y sudorosa y me atreví a sugerirles que por lo menos exigieran que los pasaran a la sombra. Me miraron atónitos y un recalentado espetó que “este caos no se arregla con sombra sino con la salida de Maduro”. Hubo entonces un conato de alboroto pero no contra el abusador que los puso en el solerón sino contra mí, que osé pensar que eran víctimas de un trato indigno e injustificado.
El premio a la soleada mansedumbre: 4 frascos de cada cosa y 20 kilos de carne por persona, lo que me confirmaba que había de sobra para todos pero, ese día, el supermercado decidió jugar a “este país se cae a pedazos”.
De ahí directo al Sundde y ellos directo al supermercado. Volví ayer y ¡zuaz! los mismos productos sin cola, sin sol, esta vez en los anaqueles. Lo tragicómico es que una señora, viendo que yo llevaba aceite, me preguntó dónde lo había conseguido. Le dije que estaba en su sitio, pasillo cinco junto al vinagre, y me miró como si le hubiese dicho que el aceite estaba en Plutón. Enfurruñada, sin dar las gracias, se fue, a-mí-no-me-vacilasmente, a preguntarle a alguien serio que le dijera otra vez dónde estaba el aceite.
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