Durante dos semanas he venido siguiendo la noticia de una crisis sanitaria a nivel mundial, un problema casi exclusivamente femenino, un problema auto infligido. Una ilusión convertida en bomba de tiempo, tic, tac, tic, tac, sembrada, literalmente, en el pecho.
Millones de mujeres en todo el mundo optan por someterse a cirugías, con todos los riesgos que éstas implican, sin considerarlos siquiera. Mujeres anestesiadas, cortadas con la misma tijera, -perdón- bisturí, inflan tetas, aplanan vientres, redondean nalgas a extremos inverosímiles. Y el dolor no existe, lo único que existe son los resultados desbordando sus escotes.
Y son los años, las canas, las patas de gallo, los kilos de más, la imposible batalla, siempre perdida, contra la insatisfacción personal. Y la tele, las revistas, la dictadura de la moda, y “qué linda niñita, cuando tenga quince añitos y se opere la nariz, será igualita a su mamá.”
Entonces me encuentro con un crisis de salud en la que los implantes PIP son solo la punta del pezón. Se trata de un problema de salud mental, una enfermedad social en la que los médicos juegan un papel importante y muy lucrativo como agentes de contagio.
Explicaba un cirujano que su misión es devolver el autoestima a los pacientes, y tendría razón, el Dr. Miss Venezuela, si no se estuviera refiriendo al autoestima de mujeres que no pueden vivir consigo mismas si sus tetas no son talla triple D. En este caso, el problema no es la talla del sostén sino la talla del cerebro, que más que a un cirujano necesita a un psiquiatra.
Sometidas al yugo de la belleza estandarizada y obligatoria, millones de mujeres, siempre inconformes, cuando no se matan de hambre comen con culpa; se ponen aquí, se quitan allá; estrangulan su cintura, atapuzan lo inatapuzable en un sostén y, como si no fuera suficiente, se calzan empinados instrumentos de tortura que les impiden caminar, pero que están de última moda… ¡Y ese horror es belleza!
Y está bien, todos somos libres de torturarnos o de no hacerlo, pero también somos libres de pensar por qué lo hacemos.
Mujeres del mundo: ¿Por qué lo hacemos?
Yo sé por qué no lo hago: Tengo cuarenta y siete años con todas sus consecuencias. Mi cuerpo es un mapa de mi vida: Mi pelo tan finito, tan poquito, tan canoso, tan Chávez como mi papá; una cicatriz pequeñita junto al ojo derecho dice que me caí de un triciclo; cerca, mis patas de gallo cuentan cuánto reí. Cachetes de chocolates, papadita post parto renuente a desalojar la parte baja de mi cara, igual que los kilos que se mudaron a mi cintura. Un par de tetas, que dejaron de ser respingonas, son las medallas de madre que llevo en el pecho, un vientre blando es el almohadón de mis niñas. Mi cuerpo es el mapa que recorre mi amor. La simple belleza de ser mujer.
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