Venezuela: un pueblo y su corazón
Supriyo Chatterjee
Traducido para Rebelión por Atenea Acevedo
Hoy decir Venezuela es invitar a hacer comentarios sobre Hugo Chávez. El comandante,
como lo llaman sus seguidores, tiene una reputación que se las trae: ‘… es el dirigente
perpetuo de un país inundado de petróleo; es el rey del culto a la personalidad;
Caracas, la ciudad capital, es también la capital mundial de la inseguridad; quiere
transformar a Venezuela en un país socialista y eliminar la propiedad privada; es
amigo de los presidentes que Estados Unidos desaprueba. Al gobierno
estadounidense se le cuecen las habas por deshacerse de él, pero el comandante
ejerce derecho de réplica… una vez, en un programa transmitido por televisión en
directo, llamó “burro” a George W. Bush…’.
Hace años que sigo lo que sucede en Venezuela y mi idea de este país
sudamericano dista mucho del vox populi mundial. Las elecciones presidenciales de
octubre de este año me brindaron a oportunidad de poner mis impresiones
personales a prueba.
Mi vuelo a Caracas iba lleno de venezolanos de la oposición que iban a Venezuela a
votar. Una pareja joven me habló de su negativa a votar en el consulado en
Londres porque “el personal ahí es chavista”. Después otras personas me dijeron lo
mismo. Curiosamente, tratándose de una supuesta dictadura, los opositores
venezolanos se expresan con total libertad ante perfectos desconocidos, ya sea en
sus casas o en las calles. Los taxistas y guías de turistas que se oponen a Chávez
apagan la radio en cuanto se oye su voz. En casa de la señora que me alquiló una
habitación la hija cambiaba el canal de televisión en cuanto Chávez aparecía en
pantalla. La madre simpatiza con Chávez, pero prefiere no decir nada.
La mayoría de los principales diarios, las televisoras más populares y prácticamente
todas las estaciones de radio estaban con la oposición. Los titulares reflejaban su
partidismo y su cobertura de la campaña de Henrique Capriles, el joven rival de
Chávez, era aduladora. Me resultaba cada vez más difícil entender cómo encajaban
las palabras “dictadura” y “restricciones a la libertad de expresión” en ese contexto.
Los detractores de Chávez parecían obsesionados, especialmente al conversar con
los extranjeros. ‘Todo lo bueno de Venezuela siempre había estado ahí, pero todo lo
que andaba mal era culpa de Chávez’. Lo odian y en serio. Esta vez creían tenerlo
contra las cuerdas, por el cáncer y la ‘falta de popularidad’. Me decían una y otra vez
que sus seguidores lo habían abandonado y que perdería las elecciones… exactamente
lo mismo que oían de los medios privados. Pero, a fin de cuentas, Chávez ganó y por
mucho, las elecciones, e incluso la oposición las reconoció como un proceso libre y
justo.
Si ganó, seguramente tenía respaldo. No resultó difícil encontrar a los seguidores
de Chávez: formaban multitudes en la pequeña ciudad de Mérida, donde pasé la
mayor parte de mi estancia, estaban entre los pescadores de las islas turísticas del oriente del país, y eran aún más en Caracas, con sus llamativas camisetas y gorras rojas donde se leía ‘Chávez corazón del pueblo’. El amor por su comandante se sentía como algo personal, algo íntimo entre la gente y el presidente, sin intermediarios y sin esperar nada a cambio. Nunca vi algo parecido, y de no haber estado en Venezuela, no podría dar fe de su autenticidad. No se trata del culto a la personalidad impuesto desde arriba, sino de una especie de nueva religión latinoamericana que surge desde abajo, de entre los pobres. Para ellos, Chávez es su Mesías. Ese amor no es gratuito. Desde que llegó al poder, hace 13 años, Chávez ha mejorado notoriamente la calidad de vida de los pobres, sector que constituye la mayor parte de la población. Vi centros de salud en todas las ciudades y pueblos que visité, fueran grandes o pequeños, dotados en su mayoría de médicos cubanos que brindan atención y medicamentos básicos sin costo; aun en los pueblos andinos más remotos había nuevos espacios de esparcimiento para los pequeños; los colegios estatales están limpios y son grandes, y todos los niños de primaria reciben una computadora portátil gratis, llamada “Canaimita”.
La comida no es barata en Venezuela. La economía sigue siendo especulativa por el
dinero fácil proveniente del petróleo. La inflación es alta, pero los pobres pueden, al
menos, adquirir alimentos en las tiendas estatales donde los subsidios pueden
alcanzar 80 % del precio en el mercado de productos básicos como aceite, harina y
azúcar. Además, ahora el Estado ha empezado a instalar panaderías y a vender
arepas, el tradicional alimento básico de maíz del desayuno venezolano.
Se están construyendo miles de apartamentos espaciosos en toda Venezuela. El
plan es levantar tres millones de viviendas en los próximos seis años, y cientos de
miles de personas ya se han mudado a una casa nueva. Algunas de las viviendas
están en pequeños grupos de edificios, otras parecen ciudades nuevas al contar con
su propio colegio, centro de salud básica, transporte, parque de ocio e incluso
iglesia. El diseño de estas viviendas no desentonaría con el de ningún país europeo,
pero aquí son para los pobres y cuentan con un subsidio masivo. En Caracas pude
ver nuevos bloques de apartamentos en los mejores distritos empresariales. Era
como si las viviendas públicas de pronto hubieran aparecido al costado del Museo
Británico en Londres.
La lista podría ser mucho más larga, pero fueron tres las cosas que llamaron más
mi atención. Mientras vemos que en Europa se retrasa la edad de jubilación, en
Venezuela se adelantó dos años la edad para empezar a recibir la pensión del
Estado. Esta medida incluye a las personas que se dedican al comercio informal.
Los derechos laborales están en la mira de los gobiernos occidentales y la reforma
laboral en Venezuela dificulta el despido de personal. Es imposible despedir a una
persona que tenga un hijo discapacitado so pretexto de ahorrar costos. Los
empleadores que violan la nueva ley no solo enfrentan multas, sino la posibilidad
de ir a la cárcel. Nada de esto ha causado un desastre económico: el país crece a
un ritmo de casi 6 %, cifra que no obedece únicamente al alto precio del petróleo.
Además, Chávez sí está poniendo el poder en manos del pueblo. Por ley, los
venezolanos pueden crear ‘consejos comunales’ con importantes facultades en sus
localidades. En Mérida fui testigo de cómo un consejo comunal, de gente de clase
media, consiguió detener la construcción de unos nuevos bloques de torres porque
la constructora había dañado las vías locales. Ni siquiera el alcalde de la ciudad
pudo escurrir el bulto de su responsabilidad. La Venezuela de Hugo Chávez pretende
enlazar a los consejos comunales, para formar Comunas que tengan sus propias
empresas de propiedad social, leyes locales, moneda local y voz ante el Estado
nacional.
Esta es la nueva realidad venezolana, pero lo nuevo convive con lo viejo. Vi muy
poca pobreza extrema, pero demasiada riqueza obscena: nuevos centros
comerciales de gran lujo, restaurantes caros, aparatos electrónicos de lo más
moderno y lustrosas camionetas cuatro por cuatro. Los ricos y la clase media se
quejan del poder que ahora tienen los marginados, como llaman a los chavistas.
Por su parte, estos se quejan de la corrupción, la burocracia y la arrogancia de
muchos de sus dirigentes locales.
Lo que si no vi es una sociedad acobardada o miedosa, que es lo uno esperaría en
una tiranía o en un país superado por la delincuencia. El venezolano es un pueblo
alegre que bebe mucho alcohol y gusta de colocar música a todo volumen en
aparatos enormes, odia el cinturón de seguridad del auto, respetar las vías al
conducir y detenerse en los cruces peatonales.
Vi gente expresar su opinión en voz alta y con toda claridad, manifestar su
desacuerdo con la política y debatir sobre el futuro de su país. El apoyo a la
revolución está muy arraigado, pero lo mismo puede decirse del odio de los ricos y
la clase media. Fui testigo del veneno que los medios privados dejan correr día tras
día, en contra del gobierno, pero no vi pruebas de censura. Vi muchos
soldados en las calles, pero la mayoría no portaba armas y estaban en compañía de
civiles. Todos los días, durante un mes, viví en un país multifacético.
La víspera de mi partida el país fue alcanzado por el coletazo de una tormenta
tropical. Estaba en las afueras de Caracas, en casa de Tony, uno de mis nuevos
amigos venezolanos. Tony trabaja a veces como guía de turistas y otras como
vendedor. Habíamos organizado una fiesta aquella noche, pero nadie pudo llegar.
Pensamos en reponernos de la desilusión haciéndole honores a una de las
deliciosas botellas de ron venezolano, preparándonos un ‘Cuba libre’. De
pronto nos sorprendieron los asustados gruñidos de los perros y los gritos de los
loros y del mono que hace de mascota. Salimos a toda velocidad y advertimos que la
lluvia había desgajado un cerro y la tierra desprendida se dirigía directamente a la
casa de Tony con un montón de rocas. Corrimos para escapar a la muerte, pero,
milagrosamente la avalancha se detuvo antes de llevarse la casa por delante.
Mojados y asustados, volvimos a entrar. Esa noche Tony estuvo comprensiblemente
taciturno. Apuré alguna excusa para irme y dejar a la familia a solas, pero Tony
soltó una sentida carcajada venezolana. “Amigo, la casa está en pie. Estamos vivos
y hay un mañana. ¿ Y si ponemos música y cantamos ?” Por supuesto, la canción no
fue otra sino ‘Chávez corazón del pueblo…’.
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