Un buen artículo de José Sant Roz sobre la vida del padre “Villa”, Deán de la catedral de Mérida por muchos años, me hizo recordar un par de anécdotas en los que este ser tan especial fue el protagonista y que creo todos disfrutarán.
Conocí al padre Villa como mi profesor de latín en el Liceo Libertador de Mérida, en los finales de los sesenta. Su preocupación por nuestro bajo rendimiento en las declinaciones de esa lengua milenaria, le hizo activar una nueva estrategia pedagógica: darnos clases particulares a un grupo de muchachos, sin pedir nada a cambio. En estas reuniones le dedicábamos un rato a vieja lengua y otro tanto a hablar del mundo, en las que no faltaron las frases agudas y jocosas del padre Villa, como por ejemplo el referido a la procesión de la cofradía: “Hijas de María”, vestidas con el más impecable azul cielo, caminaban por las calles de Mérida el día de la Inmaculada Concepción. En esta solemne marcha solo podían participar aquellas jóvenes cuya condición debía ser idéntica al de su santa matrona. En honor a la verdad, y a pesar de lo curiosos que éramos, nunca supimos cómo aquellas chicas daban la prueba de su virginidad. Estudiantes interesados en temas teológicos de la ULA asistían a aquél acto piadoso, no tanto por fe, sino para verle las caras de inocentes y los ojos torcidos mirando al cielo que muchas de estas chicas ponían, no obstante vivir en pueblo chiquito donde los curriculum vitae de muchas de estas “niñas” eran arto conocidos. Por tratarse de hijas de la burguesía de Mérida, se daba por descontada tal condición, pero es importante que se sepa que al Padre Villa disfrutó con nosotros tales ocasiones, solo que sabía contenerse en la risa.
Años después llevé a mis estudiantes de San Cristóbal, un coro universitario, para que le conocieran. Ya era un venerable anciano, querido por la comunidad. Le llegamos de sorpresa a la misa de diez y cantamos a la hora indicada escondidos tras las gruesas columnas de la imponente catedral. Nos hizo subir al altar preguntándonos de donde proveníamos. A continuación dijo más o menos “hijos, casi me matan del susto, creí que ya fallecía y que ya me esperaban los coros del paraíso eterno”. Luego solicitó una silla y nos pidió que cantásemos para él y la catedral llena de feligreses, nuevos cánticos. Tan emocionado quedó de tan improvisado regalo que olvidando continuar la misa, con el paso lento de sus años a cuesta, se retiró con sus ayudantes a la sacristía. Lo que no van a creer es que éste quien escribe, ateo confeso y a dedicación exclusiva, asumió una de las mayores responsabilidades de su vida; dirigirse a la feligresía para indicarles que la misa había concluido, usando para ello las palabras de rigor. “ite missa est”.
La historia no termina allí, los miembros del coro le insistieron en que querían llevarse de recuerdo una foto con su venerable presencia. Lograron que saliese nuevamente al altar para colocarse en el centro rodeado de los universitarios y mi persona a su lado. En medio de tantas luces de cámaras tuve la oportunidad de sostener el siguiente diálogo y le dije: “Padre Villa, estas fotos me van a servir para cuando empiecen a perseguir comunistas, bastará que las muestre y estaré a salvo”. La respuesta fue la siguiente: “No mijito, no le van a servir de a mucho, tienes que enterarte que en esta ciudad a mí me llaman el Cura Rojo”
Su conducta irreverente marcó en muchos de sus alumnos el significado de la crítica certera y hasta llegamos a conocer con él, el significado del ateísmo, que no dudo, lo asumió como si fuese una confesión hasta el fin de sus años. Por su discurso y ejemplo dedujimos que la condición de ateo implica una espiritualidad muy profunda. Que ser ateo lleva a no creer en instituciones milenarias que en nombre de una tradición manida, unos pocos disfrutan los sacrificios de muchos que aún se aferran a la doctrina de los dogmas. Aprendimos a descubrir a aquellas religiones, hoy convertidas en partidos políticos de la derecha (de la falange española), que defienden de manera fanática los intereses de los ricos y poderosos y no aquellos de los más humildes, como se supone debería ser. Una persona muy allegada a él le preguntó cierto día “Padre si usted no cree en la doctrina católica porqué permanece dentro de ella” respondió: “Ya con mis años moriría de hambre… ¿a dónde iría?”
Supimos que murió en la más humilde de las condiciones, la misma de tantos miles de campesinos y obreros que tuvieron en él un buen amigo. Le recordaremos siempre.
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